Entrevista al profesor Mario Dalcín
Una propuesta alternativa de la enseñanza de la geometría
ENSEÑANZA DE LA MATEMÁTICA EN URUGUAY
Mario Dalcín es profesor de Matemática de Enseñanza Media (Instituto de Profesores «Artigas» –IPA–, Montevideo, Uruguay, 1992) y es Magíster en Matemática Educativa (Instituto Politécnico Nacional, Ciudad de México, México, 2006). Ha escrito, en coautoría, libros de texto para la asignatura Geometría de la formación de profesores y varios libros de divulgación, algunos en coautoría. Desde el 2002 hasta la actualidad ha sido profesor de Geometría en el IPA, entre otras asignaturas.
–Mario: Estas palmeras... capaz que acá puedo averiguar cómo se llaman este tipo de palmeras. Me encantan estas palmeras.
–Gustavo: ¿Estas flaquitas y altas?... Bueno, acá estamos en el Jardín Botánico un viernes 27 de noviembre de 2023...
–M: Aciago.
–G: ¿Aciago? «Así hago algo», ¿decía Les Luthiers? Es un día soleado –uno de los pocos días primaverales que hemos tenido este año–, y tenemos de sonido de fondo los diversos cantos de los pájaros. Vamos a arrancar con la entrevista. La formulación de la primera pregunta es un tanto extensa, pero me parece necesaria para darle contexto. Vos sos, sino el primero, uno de los primeros profesores con una maestría en Enseñanza de la Matemática que tuvo a su cargo una de las «matemáticas» del profesorado de Matemática (lo pongo en estos términos para distinguir tu situación de la de otros profesores que, con maestrías en Enseñanza de la Matemática, se han enfocado en los cursos de Didáctica). ¿Dirías que tu posición respecto a la enseñanza de la matemática cambió luego de la maestría, o que se consolidó? O en otras palabras, ¿en qué medida la maestría que hiciste determinó tu visión sobre la enseñanza de la matemática y en qué medida tu visión sobre la enseñanza de la matemática fue la que te condujo a realizar la maestría?
–M: Creo que las dos cosas van medio juntas, ¿no? Tengo la sensación de que lo que hacía y lo que veía en las clases no me conformaba. Así que lo de hacer la maestría surgió de una cuestión práctica, de la clase, de ver que no funcionaba. Y de la casualidad de que Mónica [Olave] y Cristina [Ochoviet] encontraron esta maestría a distancia, que iba a iniciar su primera generación, y nos invitaron a Yacir [Testa] y a mí a hacerla. Con la maestría encontré explicación a cosas que veía que pasaban en una clase y para las que, inicialmente, no tenía una explicación. Así que la cosa va para los dos lados. O sea, me parece que uno, más o menos, encuentra lo que busca, ¿o no? Si uno tiene ciertas inquietudes, busca para ese lado. Alguien a quién no se le generan dudas ni preguntas de ningún tipo en la clase, no va a buscar nada, sería como buscarle la quinta pata al gato, porque no tiene ningún problema.
–G: ¿Y dirías que luego de la maestría tu visión sobre la enseñanza de la matemática cambió o más que nada lo que sucedió es que pudiste encontrar justificaciones teóricas a cosas que vivías en la clase?
–M: No sé, lo que me parece es que me fui sintiendo un poco más liberado en ir haciendo lo que me parecía, en un sentido amplio de ir cambiando con respecto a lo que hacía antes. Me parece que ahí está lo central. ¿Cómo lo vivía? Yo sentía que había unas ciertas maneras de hacer las cosas: de dar los cursos, de evaluar... que estaba... ¿dónde estaba?, en el aire. O sea, vos, como docente, te insertás –porque hay algo que ya está funcionando– en secundaria, en las clases de matemática... Hay un colectivo que, aunque medio difuso, tiene ciertas reglas. Vos vas a tomar un examen, vas con un colega que puede tener quince o veinte años dando clases, y te dice :«Acá las cosas las hacemos más o menos así». Y bueno, capaz que un poco por inseguridad personal, y otro poco por falta de experiencia, no le vas a decir: «Ah, bueno, pero acá vengo yo y las voy a hacer asá». Es muy fuerte esa cuestión colectiva donde uno tiene que insertarse, y uno tiene poca experiencia también... Yo creo que en los primeros años, básicamente, lo que hice fue tratar de fluir dentro de esa... no sé cómo decirlo... ¿tradición? Y en esa tradición, a su vez, fui viendo que había cosas con las que no me sentía cómodo... en ese papel. Era un laburo en el que yo aspiraba a vivir toda la vida y tenía que hacer algo que me conformara, no sé, que fuera algo reconfortante de alguna manera. Ya antes tenía alguna incomodidad con lo que hacía, no me parecía que estuviera bien, entonces tuve la intención de querer cambiar cosas... de cambiar cosas en mí –sobre todo en la forma en que daba los cursos–, no es que pretendiera cambiar a ningún colega. Eso me parece que fue lo que estuvo desde el principio.
–G: ¿Y la maestría te dio un soporte sobre el cual apoyarte, una cierta seguridad, como para emprender esos cambios?
–M: Yo creo que los cambios ya los había arrancado, ¿no? Sí, capaz que un poco dudando, yo qué sé... ¿Qué cambios digo? Antes, en secundaria, se usaban aquellos repartidos, unos repartidos que se fotocopiaban, pasando de generación en generación casi... Y bueno, en esa época, antes de hacer la maestría, yo traté de armar unos apuntes –un texto específico para el curso de Matemática B que existía en 5° año, de la orientación Científico, que era un curso de Geometría Euclidiana–, para que no fueran solo aquellos repartidos... No le encontraba mucho sentido a aquellos repartidos, entonces fui armando algo que me conformara más; por lo que la intención de cambio me parece que ya estaba de antes, pero con la maestría me enteré de montones de cosas más, sobre el pensamiento matemático de los pibes, ¿no? Es que en la clase veía que había cosas que no funcionaban, yo podía constatar que aquello no funcionaba, entonces las lecturas que hice en la maestría me dieron una explicación para un montón de situaciones. Entonces sí, en ese sentido me parece que lo central de la maestría fue decir: «Ah bueno, lo de enseñar matemática es algo complicado, tiene sus complicaciones propias», y eso implica entonces que hay que buscarle la quinta pata al gato, ¿no? O sea, ver cómo hacer para que eso cambie un poco. Dame otro mate, bo..
–G: Tradicionalmente el curso de Geometría en el IPA era rigurosamente estructurado: a partir de algunos conceptos primitivos y algunos axiomas se desarrollaba minuciosamente toda la Geometría Euclidiana. Entiendo que vos propusiste un enfoque disruptivo de la enseñanza de la geometría. Me gustaría saber cómo fue el proceso, es decir, si comenzaste dando el curso desde un enfoque tradicional que luego fuiste modificando o si desde el comienzo tu propuesta rompía con este enfoque.
–M: Lo que hacía en secundaria, más o menos, traté de seguir haciéndolo en el IPA.
–G: ¿En qué sentido?
–M: En el encare de la cosa. A ver, hay escenas, escenas que tienen que ver con la geometría y con una clase, ¿no? Yo me acuerdo, en un salón del [liceo] Zorrilla, hablando sobre el teorema de Pasch, ¿no? Yo no sé, haría, no sé cuántos años, pero no haría más de cinco o seis años que era profesor... en algún momento me pregunté: «¿Y yo qué hago repitiendo esto? ¡A los pibes no les interesa y a mí tampoco!» [Reímos.] Entonces, es todo una ridiculez. Esa cuestión, el teorema de Pasch era uno más dentro del esquema del curso que habíamos aprendido en el IPA. Era ridículo por todos lados, digamos. Cuando empecé a trabajar en el IPA ninguno de los colegas nunca me dijo «hacé esto así, hacé esto asá», fueron muy amplios; la verdad es que eso debo agradecerlo también. O sea, cada uno más o menos laburaba como le parecía, y proponíamos exámenes en común, eso sí. El año siguiente a empezar a trabajar en el IPA, aquel texto que había ido armando para el curso de Geometría de Bachillerato, lo imprimió el CEIPA [Centro de Estudiantes del IPA] en forma de tres fichas y las usaba con mis grupos. El gran cambio me parece que fue básicamente el partir de los criterios de congruencia de triángulos, asumirlos como axioma, y a partir de ahí ir sacando lo otro. Y eso me parece que quedaba más coherente con lo que los pibes sabían de años anteriores y con la cuestión de los ejercicios, el práctico. Porque antes estaba dividido en teórico y práctico, esa división era así porque vos hacías toda una cuestión teórica que no tenía nada que ver con los ejercicios. Entonces, en esta otra manera de hacer las cosas, quedaba entreverado y coherente lo teórico y lo práctico, no había mucha necesidad de separarlo, iban simultáneamente. Es raro, porque si yo tuviera que decir contra qué luchaba... era contra un fantasma que estaba en mí, nada más, es lo que puedo alegar. Yo no puedo alegar que nadie me haya dicho: «hacé esto porque...»
–G: Porque vos, en alguna medida, ¿sentías que luchabas contra algo?
–M: Bueno, a mí me parece que algo contra lo que luchaba estaba en mí, digamos, que era el creer que había algo ahí afuera que te indicaba que había una manera correcta de hacer las cosas.
–G: ¿Pero nunca sentiste que eso fuera algo real, en el sentido de que otros colegas estuvieran siendo críticos con la propuesta que vos estabas desarrollando?
–M: No, no, me parece que no, nunca nadie me dijo nada, ni qué bien, ni qué mal. Lo que puedo decir hoy en día es que era un fantasma que tenía incorporado. No puedo decir mucho más que eso, digamos, que era una fantasía que me generaba yo sobre cómo debían hacerse las cosas.
–G: Capaz que podríamos insistir un poco más en eso de por qué creíste que era necesario un enfoque diferente en la enseñanza de la geometría.
–M: Me parece que lo central es que los profesores –y me incluyo también en esos primeros años– le rendían culto a que las cosas estuvieran bien matemáticamente, aunque a la mayoría de los estudiantes les resultara incomprensible; y me parece que no se pensaba que podía haber otras maneras de hacer las cosas que también estuvieran bien matemáticamente y fueran más comprensibles para los estudiantes. Había una cuestión de intuición, de intuición y de ver libros, sobre todo libros yanquis en traducciones: siempre me gustó tener libros, y ver qué se hacía en otros lados, qué había en otros libros. Porque nosotros acá ¿qué usábamos? El «Puig Adam», que era el texto de referencia que nadie usaba, porque era impenetrable, ¿no? Para un estudiante, al menos, era impenetrable. Yo lo agarro ahora y capaz que lo puedo disfrutar [sonríe], pero no era disfrutable... Había otra manera de hacer las cosas que estaba bien también y, no sé, pero me parece que acá esa otra manera de hacer las cosas era vista como medio infantil, digamos. Esa cuestión de partir de la congruencia de triángulos era visto: «Ah, no, no, pero ahí se está apartando de lo que hay que hacer». ¿Dónde estaba eso? En ningún lado, estaba en el aire. Recién hace un par de años encontré un fundamento para mi intuición de hace veinte años. Leyendo el libro de Félix Klein, La matemática elemental desde un punto de vista superior, en el volumen 2, referido a la geometría encuentro que el tipo dice que partir de los criterios de congruencia de triángulos como axiomas es un encare posible. Eso por un lado, por otro, con la maestría también me fui enterando de las cosas que pueden pasar en una clase, y que el esquema tradicional oculta; ese esquema tradicional que –llevado al extremo– consiste en que el profesor explique, explique usando el pizarrón, en un mayor o menor diálogo con los estudiantes, y se vayan concretando las cosas ahí. Con la maestría me fui enterando del montón de cosas más que pasan, o que sería deseable que pasaran, en una clase. Cosas que no tienen estrictamente que ver con la matemática, o bueno, o sí, en el sentido de «quién va a generar esas ideas para explicar tal situación». A ver, para que se vea la diferencia. Durante los primeros años de ser profesor, sí, capaz que yo decía: «frente a esta situación, ¿cuál es la respuesta?» Entonces surgían respuestas en la clase. Y yo, incluso, podía decir: «está genial, muy lindo, muy lindo», incluso las podía explicar en el pizarrón para toda la clase, pero yo estaba convencido de que mi explicación era la mejor. [Reímos.] O sea, después del circo participativo venía mi verdad que era la verdad, digamos. [Reímos.]
–G: ¿Cómo describirías el curso de geometría que das actualmente?
–M: Ya hablamos de la organización de la geometría, que consiste en asumir los criterios de congruencia de triángulos como axiomas. Hasta ahí, igual que antes, la geometría ya está escrita (son las fichas que imprimió el CEIPA). El otro cambio se dio en organizar el curso, y el texto para el curso, en torno a preguntas, a actividades. Eso lo empezamos a hacer con Vero [Verónica Molfino]. Y después lo que ha cambiado es que lo que interesa es cómo se encaran las actividades, o sea, cómo los estudiantes encaran esas actividades, ver qué respuestas hay. Y lo más liberador para mí es que he aprendido montones, porque antes era yo el que tenía el conocimiento, era yo el que sabía, y ese método traía implícito despreciar un poco los aportes del estudiante. Este otro encare te exige entender lo que dice el estudiante, que a veces es complicado, pero eso es parte de nuestro oficio: entender qué quiso decir un estudiante y lograr que los otros estudiantes también lo entiendan. Y bueno, después pensar si tiene sentido lo que dice un estudiante, y sí, montones de veces las ideas son fantásticas, y son mejores que las que tenías vos. Y ahí está la gracia: enseñás y aprendés. En mí, al menos, el cambio fue ese: correrme del lugar de que yo soy el que sé, y solo puedo enseñar y el otro solo puede aprender, a que sea algo más como «tenemos esta situación; a ver ¿cómo la encaramos?» Y aparecen un montón de argumentos que son fantásticos, y para decir el tuyo siempre hay tiempo. Y sí, muchas veces el tuyo está mejor porque, bueno, hace mil años que venís pensando sobre lo mismo, entonces ya viste varios argumentos y capaz que el tuyo es más claro, ¿no?
–G: Creo que vos has influido en la forma en que yo concibo actualmente la enseñanza de la matemática. Recuerdo una conversación que tuvimos en algún momento –debe hacer alrededor de 20 años– cuando yo todavía estaba bastante encerrado en una visión tradicional de la enseñanza de la geometría, estaba deslumbrado por cómo se organiza lógicamente todo ese conocimiento: los axiomas y cómo de esos axiomas van surgiendo los teoremas, etc. Y yo te decía: «Bo, pero eso tiene algo interesante, te ayuda a ver cómo estructurar las ideas...». Te daba distintos argumentos –no importa repasarlos ahora– y vos me dijiste: «Pero a vos te gusta la parte más aburrida de la matemática» [Mario sonríe]; esa fue tu respuesta, breve, concisa, pero contundente. Y después tengo el recuerdo de un taller que diste en un congreso. Llevaste una actividad en la que nos presentabas algunas proposiciones para que las demostráramos. Recuerdo que alguna no logré demostrarla, y tu objetivo no era mostrarnos demostraciones de esas proposiciones. O sea, el taller terminó y vos te fuiste sin proponernos ninguna demostración. Y de alguna manera eso me impactó (recuerdo habértelo comentado luego de terminado el taller), porque yo venía con el chip de que lo importante era ver la demostración, y que si no me salía vos me ibas a decir cómo se hacía. En ese taller vos me enseñaste que la demostración en sí misma no importaba y solo podía importar en la medida en que yo la pudiera elaborar.
–M: Yo no sé qué es lo central en un curso, pero me parece que el interés es que surja algo que enganche, algo que está en el estudiante o en uno mismo. No sé, me parece que va más allá de una clase de matemática: uno hace las cosas, o tiende a hacer las cosas que le interesan. ¿Te acordás de la guía que hicimos para el curso de Historia de la Matemática? ¿Por qué armamos esa guía, que tiene como 500 páginas? De puro colgados, porque teníamos un gran interés en la historia de la matemática. Yo creo que donde haya ese interés ya está, mordiste el anzuelo, en el sentido de que quedaste enganchado con eso, así que le vas a buscar alguna vuelta, y en ese buscarle la vuelta vas a poner en acción todo lo que se te ocurra. Ese todo lo que se te ocurra implica, desde pensarlo vos mismo hasta buscar en internet o preguntarle al compañero de al lado.
–G: ¿Sos consciente de que tu enfoque del curso de Geometría incidió e incide en cómo se enseña, hoy por hoy, geometría, no solo en el IPA, sino en los institutos de formación de profesores de todo el país? ¿Qué opinión te merece?
–M: No es mi enfoque sino el de un colectivo de colegas que desde hace años venimos más o menos encarando la cosa de una manera similar. Los libros que hicimos con Vero [Verónica Molfino], armados en torno a preguntas y actividades, considero que fueron importantes para promover ese encare. Me parece que es a partir de ahí –y de su propia sensibilidad, claro– que los colegas comparten esa forma de laburo. Lo que me parece, sí, es que hay mucho laburo en esos libros. Hay un laburo infinito, laburo de ida y de vuelta. El Geometría Euclidiana en la formación de profesores, que apareció en 2012, va por la quinta edición, y siempre va cambiando. Se mantiene fiel a lo que decíamos en la presentación: «Eu prefiro ser/essa metamorfose ambulante/do que ter aquela velha opinião/formada sobre tudo» [Metamorfose ambulante, Raul Seixas]. Antes de esa primera edición lo que había eran actividades que llevábamos a clase, las reformulábamos y las volvíamos a proponer en clase al año siguiente, o sea que hay un laburo infinito, pero es un texto armado con lo que fue pasando en las clases. Y esos ciclos son anuales, porque probás esto este año «Pah, no funcionó; vamos a reformular esta actividad», «Esta la sacamos, porque es imposible», «Hay que incluir otra acá»... Sí, pero ese ciclo lleva un año. O sea, creo que una virtud que tienen esos libros es que están armados en base al ida y vuelta con la práctica. Y me alegra que haya colegas que les guste lo que está propuesto hacer ahí; eso está bárbaro. Pero me parece que es un ciclo, dentro de una década imagino yo que esto así, así, no va a funcionar. Porque la cabeza de los estudiantes va a ser distinta, imagino yo, porque los conocimientos con que lleguen a la formación docente serán otros. Los cursos y los profes tendrán que cambiar para tener un enganche con esos nuevos estudiantes.
–G: ¿Cómo describirías tu concepción sobre la enseñanza de la matemática?
–M: No sé, pero me parece que es algo que debería generar algún tipo de placer, de satisfacción, tanto en el estudiante como en el profesor. Y después, sí, me parece que también, para pensar algo, hay que sentarse y laburar mucho, sentarse a estudiar. Las dos cosas van de la mano. Lo central que me parece que tendría que pasar es eso, ser una actividad disfrutable y, en ese disfrute, también tiene que haber un componente de esfuerzo sostenido por parte del estudiante. Estudiar es la palabra clave: no hay aprendizaje posible de la matemática sin estudio. A veces, eso es lo que puede sonar medio contradictorio: que el esfuerzo termine siendo disfrutable. No disfrutable en el sentido de disfrute inmediato, sino que hay disfrute que implica esfuerzo.
–G: Y para cerrar, aunque ya has hecho algún comentario al respecto, ¿cuál dirías que es el papel del profesor de Matemática en la clase?
–M: Me parece que por un lado es elaborar actividades, preguntas, que enganchen a los estudiantes, actividades que no les resulten ni obvias ni inaccesibles, de manera que el intento de generar respuestas implique un desafío intelectual para los estudiantes. Para eso tenés que tener un conocimiento de cómo piensan los estudiantes. Por otro lado, es tratar de conseguir que los argumentos generados por los estudiantes se puedan expresar, que puedan ser entendidos por sus compañeros, que puedan ser rebatidos o apoyados y que se pueda acordar como grupo sobre las respuestas a las preguntas o a la actividad... Qué curioso, pasa algo similar con esta charla que con la charla con una psicóloga, porque al ponerte a hablar sin haber pensado nada previo, decís cosas que ni hubieras pensado, o bueno, si tuvieras que volver a decirlas capaz que no te las acordás: «¿qué diablos dije?» [Reímos.] Es interesante la experiencia, porque aparecen cosas que ni sabías que estaban ahí, y dichas así, de corrido, tienen otra resonancia.